Sexo laico
Xavier Zubiri, que no es sospechoso de anticristianismo decía que Europa se construye sobre la base de cuatro fundamentos: la filosofía griega, el derecho romano, la religión cristiana y la ciencia moderna. Esta pluralidad contradictoria de nuestras raíces no puede dejar de tener efectos también plurales y contradictorios en los frutos, es decir en las concepciones morales y en las estrategias vitales que cada uno de nosotras y nosotras –el género es aquí muy pertinente- adopte; de ahí la necesidad de arbitrar fórmulas de gestión y de convivencia entre esas diferencias razonables.
Como europeo pretendo ser leal a la integridad de esas raíces, y abrazar todos los saberes que me constituyen a pesar de sus inevitables contradicciones.
En efecto, esos cuatro fundamentos (filosofía griega, derecho romano, cristianismo y ciencia) no se dan entre nosotros de una manera evidente y pacífica sino que se manifiestan con tensiones y antagonismos entre sí. Para empezar la filosofía griega es de raíz pagana y pre-cristiana, lo mismo que el Derecho Romano, de ahí que el paganismo nunca haya desaparecido entre nosotros, manteniéndose latente incluso en ciertas formas del culto católico-romano; por otro lado religión cristiana y catolicismo no son universos idénticos: el cristianismo es una realidad espiritual plural (además del catolicismo, el cristianismo se manifiesta en el Luteranismo, Calvinismo, la Ortodoxia y el Anglicanismo) y ese pluralismo es en ciertos aspectos sustantivos contradictorio, especialmente en materia eclesial y en doctrina matrimonial; y finalmente el surgimiento de la ciencia moderna se ha hecho no sólo al margen de las Iglesias sino en gran medida en contra de ellas (Copérnico, Galileo, Servet, Darwin, Einstein, Freud...). Con lo que tenemos que nuestras raíces son en efecto cristianas y no cristianas al mismo tiempo y en diversas proporciones.
Con estas aclaraciones se entiende el verdadero sentido de las plurales raíces de Europa y su necesaria articulación en un marco de laicidad civil y política irrenunciable en un universo como el europeo en el que el objetivo central de nuestras instituciones es responder a la pregunta de Rawls: ¿Cómo es posible la existencia duradera de una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables ?.
Esa pluralidad de raíces debía dar como resultado lógicamente un entendimiento diverso y contradictorio en materia tan sensible y nuclear como la sexualidad, en la que concurren tantas cosas y tan importantes, a saber: libido, placer, eros, amor, autoestima. Esa razonable diversidad asumida por la ley civil no ha gustado a los Obispos católico-romanos de España –ni a algunos predicadores de las ondas- que han reaccionado con un argumentario que proclama su derecho a ser “políticamente incorrectos”, lo cual me parece intelectualmente saludable, pero que a mi modesto entender nace viciado con algunas verdades a medias, con algunas falsedades plenas y desde luego ayuno de toda autocrítica, en el que melodramáticamente se proclama una doctrina sobre la sexualidad y la pareja respecto de la que los Obispos, tienen quizá autoridad canónica sobre sus fieles, pero poca experiencia con la que avalar esa autoridad en el diálogo público, y en el que parece que reivindicaran una especie de retorno a un régimen legislativo de Cristiandad (Cristiandad no es cristianismo) semejante en cierto modo a las pretensiones de aplicación de la sharía de las confesiones islámicas.
La cosa no es de ahora. Ya en el año 2003 la Congregación para la Doctrina de la Fe –antes Santo Oficio- , emitió una Nota documento de referencia que pretendía nada menos que justificar la implementación legislativa de la doctrina católica en la legislación civil en materia de derecho de familia, aborto, organización de la escuela, sanidad e investigación científica en base al argumento, alegado pero no probado, de que dicha doctrina católica es en realidad una verdad única e indiscutible que se impone a toda conciencia formada y que por lo tanto los católicos seguros de la misma están en el derecho y deber de imponerla legislativamente a todos los demás ciudadanos (sic).
El que los demás ciudadanos no vean esa verdad ni compartan en muchos casos los fundamentos confesionales de la misma, parece ser que es imputable a ellos pero no a la fuerza convincente de la verdad católica. La Nota doctrinal del mismo modo que este Directorio dan en efecto doctrina, pero no argumentos de razón práctica y eluden el gran escollo de toda moral confesional, a saber: que las verdades de todas las religiones, no se fundan en la libre discusión y en el diálogo abierto entre los concernidos por la cuestión sino en un “suplemento de verdad” revelada que sólo tiene valor vinculante para los que se adhieren libremente, a ella, mediante la fe.
Se queja amargamente la Conferencia Episcopal de la importancia del lobby gay, en materia de libertad sexual y concepción de la pareja, pero peca de ceguera interesada cuando no ve la viga en su propio ojo y le parece normal la posición de privilegio en lesa laicidad de que goza el lobby episcopal en nuestro país.
Sólo la laicidad de nuestras instituciones y de nuestro discurso político, respeta el valor personal y social de la fe religiosa y puede garantizar una convivencia equitativa entre las diferentes concepciones sobre el mundo y sobre la vida que razonablemente nos oponen. El poder político no puede a mi juicio propugnar una posición metafísica expresa o encubierta, religiosa o irreligiosa, sino que su tarea es articular una metodología de convivencia entre todas las posiciones razonablemente contrapuestas que se manifiestan en toda sociedad libre.
Conforme a ese propósito laico el centro y fundamento de la ley política no es servir a ninguna esencia colectiva, ni defender ninguna fe revelada, ni dar fuerza coactiva a ninguna doctrina familiar o sexual, ni garantizar la hegemonía de ninguna etnia ni de ninguna Confesión religiosa, sino la garantía de una libertad civil en el seno de la cual cada uno pueda vivir según sus propias opciones filosóficas o religiosas. La laicidad no compite con las religiones sino que pretende la realización material y moral de un ideal sólo político, siempre discutible, limitado, nunca total, pero que nos permita vivir y convivir cooperando unos con otros de una manera equitativa, de generación en generación a pesar de nuestra diferencias particulares en torno a unos valores comúnmente definidos.
© Javier Otaola. Abogado y escritor.